¡Miércoles Addams!
Ah, no, que hoy es domingo.
¡Domingo Addams!
La razón de estar escribiendo hoy aquí no es otra que la de dar a conocer el primer capítulo de Inevitables. Me estoy saltando la rutina de los miércoles, pero la ocasión lo merecía. Si estás aquí porque estás deseando conocer las primeras páginas de este libro, házmelo saber. Si quieres que el miércoles publique el segundo capítulo, narrado por Oliver, dímelo también.
Este primer capítulo está narrado por Cassandra y espero que os guste. No me enrollo más, gracias por leerme.
Nimiedad
Cosa inmaterial que tiene poca o ninguna importancia
Cassandra
Llueve. Pero no es una lluvia densa, gris, fría
y cerrada. No. Es una lluvia fresca, ligera, de color
blanco, limpia. El cielo se ha nublado durante un segundo, justo cuando han
caído las gotas con mayor fuerza, y luego ha vuelto a salir el sol. Como si
alguien se hubiese encargado de darle a un interruptor allá arriba. Es una
agradable tormenta de verano. Corta, refrescante, brillante. Ahora la hierba
sonríe, la tierra respira, todo huele mejor. Seguramente, el que se ha
encargado de darle al interruptor allá arriba, sabía que aquí abajo
necesitábamos una ducha fresquita. Yo la necesito y eso que solo hemos cubierto
la parte de cargar el coche hasta los topes. Todavía queda descargarlo todo y
colocar cada cosa en su sitio. Eso es lo que menos me gusta y encima, con este
calor asfixiante de primeros de julio. Intento colocar las ranuras del aire
acondicionado de forma que me dé directamente en la cara. En el coche nuevo no
solo sale el aire por el salpicadero, también la parte de detrás está
climatizada. Incluso se puede ajustar los grados según el asiento. Papá dice
que en invierno los asientos se calientan, como si tuvieras un radiador en el trasero.
La verdad, a mí el mundo de los coches ni me va ni me viene, pero a papá le hacía mucha ilusión regalármelo al acabar la
carrera y no me podía negar. Dice que es mi regalo, pero en realidad es para
él. De hecho, le he pedido si podía conducir él hasta la casa del pueblo, con
la excusa de no encontrarme todavía lista para hacer un trayecto tan largo,
pero creo que los cuatro ocupantes de este coche sabemos que se moría de ganas
por estrenarlo y su brillo en los ojos ha sido de lo más divertido. Como un
niño con zapatos nuevos. No, como un hombre con coche nuevo.
—Papá, ¿cuánto falta?
—pregunta mi hermana sin dejar de morderse las uñas. Me pone de los nervios,
pero por alguna extraña razón, ella cree que es algo «guay».
—Cariño, ya falta poco.
Y déjate las uñas quietas que al paso que vas te vas a comer hasta los codos.
Recuerda que puedo verte por el espejo retrovisor.
—«La muñones» la vamos a
llamar —suelta de repente mamá—. A punto de cumplir los dieciocho y mordiéndose
las uñas como si tuviera seis.
—Para unas cosas creéis
que soy ya mayorcita y para otras, una niña. A ver si os aclaráis.
—La palabra exacta es
«niñata» —meto baza sin alzar demasiado la voz, al tiempo que le dedico una
sonrisa de superioridad. Ella, a modo de respuesta, me saca la lengua haciendo
un gesto burlón.
Me gusta pelearme con mi
hermana pequeña, pero no delante de nuestros padres. Ellos enseguida se lo
llevan a su terreno, lo sacan todo de contexto y se ponen a dramatizar. Supongo
que al ser los dos hijos únicos no saben que las peleas entre hermanos son de
lo más divertidas y que simplemente queda ahí, en cosas de hermanos. Sophie y
yo nos llevamos bien, siempre ha sido así. A pesar de ser seis años menor,
estamos muy unidas. A veces me saca de quicio con sus tonterías de adolescente,
pero es bastante soportable. Incluso su vena rebelde aporta a la familia esa
chispa tan necesaria. Si mis padres pensaban relajarse porque ya sabían lo que
era tener una hija y no cabría esperar mayor problema con la pequeña, estaban
equivocados. Sí, la experiencia es un grado, pero se suele decir que los
hermanos pequeños son más revoltosos y en nuestro caso, no podía ser más
verdad.
Yo soy la mayor, la
responsable, estudiosa, obediente y dócil. Así que a mi hermana le ha tocado el
papel de la alocada, rebelde, contestona y dispersa. Se ha negado a
matricularse en ninguna carrera porque dice que primero quiere averiguar qué
hacer con su vida. Parece una locura, pero es lo más sensato que he oído en
mucho tiempo. Por mi parte, he aprobado con nota la carrera de Derecho, pero no
por ello estoy en una situación diferente a la de Sophie. Mis padres tienen un
bufete de abogados y la elección fue algo natural. Estaba familiarizada con el
tema gracias a que siempre he prestado mucha atención a todo lo que hablaban en
casa. Me resultaba interesante, creía que se me daría bien y sabía que tendría
trabajo el día de mañana.
Pues bien, el día de
mañana ha llegado y lo cierto es que no tengo ni idea de qué hacer. Mamá ha
insistido en que empiece en la empresa familiar, pero no solo no me veo
preparada, sino que me da un corte tremendo «ser la hija de». En su momento no
creí que esto me importaría, pero después de mi paso por la universidad hay
cosas que han cambiado. Según mi amiga Lara, ahora estoy menos mimada que
antes, aunque sé que lo mío no tiene remedio. Mis padres tienen pasta, sí. Por
lo tanto, aunque yo, Cassandra, no tenga nada en sentido tangible –vale, ahora
tengo un coche–, lo cierto es que en modo figurado lo tengo todo. Me siento
afortunada. Encima mis padres son buenas personas. Tanto que han organizado
esta especie de verano sabático para que sus dos queridas hijas encuentren el
sentido de sus vidas. ¿Qué padres hacen eso? Me consta que no muchos. La pobre
Lara ha estado agobiada desde el primer día de carrera hasta el último. Que si
la beca, los créditos, la matrícula, las notas, el trabajo… Yo, en cambio, he
podido dedicarme a mis estudios de una forma tranquila, sin tener que hacer
doble turno de camarera ni nada por el estilo. Ni tan siquiera pensar en qué
iba a ser de mi futuro. No es justo, lo sé. También sé que todo esto no quiere
decir nada y que solo es cuestión de suerte, supongo. Eso que llaman azar.
—Chicas, ya estamos
llegando. Veréis cómo os va a gustar la casita. ¡Es tan mona! Y todo es tan
tranquilo, tan silencioso. Esto nos va a venir genial como familia. Desconectar
de la ciudad, respirar aire puro, pasear por el monte, conversar hasta la
madrugada…
Mi madre «la mística»
coge aire y mira a mi padre «el bonachón» con una cara de ilusión imposible de
ocultar. Él pone su mano sobre la rodilla de mamá y la aprieta sutilmente. Me
gusta cuando hace eso. Es un gesto sencillo que deja ver cuánto se quieren.
Papá ha tirado la casa por la ventana este año. Yo tengo un BMW blanco y mi
madre su casita de campo soñada en medio de la nada entre Madrid y Segovia.
Creo que somos de los pocos madrileños que no huyen a la playa cuando empieza a
apretar el sol, pero siempre hemos sido más de montaña. Mamá disfruta buscando
pueblecitos de lo más solitarios y extrañamente fríos por las noches y además,
este último tiene un pequeño lago. Eso ha sido lo que les ha hecho dar el salto
definitivo para comprar la casa. Mi hermana está más picada de lo habitual al
ser la única que no tiene regalito, pero papá le ha prometido que también
llegará su momento. Ahora es el momento de mamá, que se baja del coche abriendo
los brazos de par en par con una expresión de sorpresa digna del mejor de los
magos.
—He aquí la casa. ¡Tachán! ¿A qué es preciosa? ¡Vamos,
hijas, decid algo!
Sophie sale del coche y
se queda mirando la casa con cara de estar oliendo algo realmente asqueroso. Yo
miro desde la ventanilla intentando averiguar por qué mamá está tan emocionada.
Solo es una casa vieja en medio de un pueblo perdido. ¿A qué viene tanta
emoción?
—Hija, tu madre está
como loca con esta casa, así que hazme el favor y dile que te encanta. Ya sabes
cuánto tiene en cuenta vuestra opinión y no quiero tener que venderla, buscar
otra… ¿Lo harás?
Sonrío a mi padre que
siempre ha tenido una especie de sexto sentido para leerme la mente y salgo
tras él con la mejor de mis sonrisas.
—Es preciosa, mamá.
La pobre se lanza hacia
mí tan contenta que creo que está a punto de levitar. Acto seguido se pone a
descargar el coche junto con papá. Sophie también se adentra en la casa, sin
cargar nada, y yo me quedo quieta, observando. Parece la típica casa de pueblo,
como las de las películas antiguas. Está en una calle, o mejor dicho, camino,
junto a otras casas similares. La fachada es de color beis con un enorme portón
de madera de color verde oscuro. Las ventanas del piso de arriba tienen una
persiana de tablillas también de madera, del mismo color. Tiene un toque a
iglesia; todo aquí lo tiene. Se respira tranquilidad. El canto de los pájaros
es una especie de melodía relajante a la que no estoy acostumbrada. Me gusta.
—¡Hola!
Me giro desubicada y
enfrente, un par de casas más arriba, veo a dos chicos. Están sentados en el
portal escuchando música. ¿Cuánto tiempo llevan ahí?
—Ho… Hola —logro decir.
Uno de ellos es
evidentemente mayor que el otro, que va sin camiseta y descalzo. Los dos me
miran fijamente. Me doy la vuelta un poco cortada y me cubro un poco el escote
con la camisa. Juraría que me estaban mirando las tetas.
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