Nos pasamos la vida intentando averiguar el camino a seguir, vagando por las
calles al más puro estilo "The
walking dead". ¿Qué creéis que pasaría si nada más nacer nos regalasen
una brújula que nos marcara el camino? ¿Creéis que seguiríamos el rumbo de la
aguja o creéis que nos convertiríamos en sus prisioneros?
Y es que, como bien sabemos, no nos basta que nos adviertan de los peligros,
que nos aconsejen o nos guíen. No nos quedamos conformes con las experiencias
ajenas, ni con la facilidad de un futuro cierto. Y eso es algo que me encanta.
Nos gusta experimentar, nos gusta probar, desafiar, sentir el miedo y
equivocarnos. Nos gusta lanzarnos sin saber si habrá cuerda e indagar en los
caminos prohibidos. ¿Qué clase de persona seguiría a ciegas una brújula por
mucho que te prometa felicidad?
Dicen que la curiosidad mató al gato, pero yo creo que más bien, la curiosidad
lo hizo ser el majestuoso animal que es. Por esto, por muy perdida que me
sienta, por difícil que se haga el camino y para qué negarlo, por mucho que en
ocasiones ansíe tener esa brújula, en el fondo, agradezco no tenerla. Agradezco
el tener que descubrir, agradezco el experimentar y los saltos al vacío.
Porque de esto se compone la vida, de saltos, de experiencias, de fallos,
pero también de aciertos. Me imagino dentro de muchos años contando a mis
nietos las historietas de mi vida y me veo sonreír. ¿Qué clase de historias
contaríamos si hubiésemos nacido con una brújula bajo el brazo?
Me viene a la mente una gran frase de mi amado, Jorge Bucay: “El salir
de la confusión es, muchas veces, la consecuencia de dejarme estar en ella”.
—¿No es maravilloso estar perdido? —me pregunto mientras río como una loca
por el sarcasmo implícito.
—Sí, lo es.
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